lunes, 23 de abril de 2012

El triunfo de la resurrección


    «¡Cristo ha resucitado!» He aquí el grito de victoria que el evangelio ha extendido por todas las tierras del mundo, pues el mensajes de la cruz es al mismo tiempo el mensaje de la resurrección, siendo esto lo que hace invencible la buena nueva (Hch. 1.22; 2.32).

    No sería posible concebir el retorno del Redentor al cielo sin que mediara la resurrección corporal, pues si hubiese vuelto a la gloria del Padre en su naturaleza espiritual inmediatamente después de su muerte, todavía habría sido el Hijo de Dios, el Viviente. Antes de su encarnación había existido eternamente en el cielo sin cuerpo humano, siendo siempre Manantial y Príncipe de toda vida creada (Hch. 3.15; Jn. 1.4). La continuidad de la existencia después de la muerte, y su ascensión al trono celestial, no habría sido afectadas por la falta de la resurrección del cuerpo. Sin embargo, tal resurrección corporal era el requisito imprescindible para la consumación de la redención por las causas que hemos de considerar a continuación.


LA RESURRECCION CORPORAL SIGNIFICA LA CUMPLIDA REALIZACION DE LA VICTORIA DEL REDENTOR SOBRE LA MUERTE

    Si Cristo hubiera regresado al cielo sin la resurrección corporal, no habría desplegado toda la extensión de su obra como vencedor absoluto de la muerte (Sal. 16.10). Habrían triunfado espiritual y moralmente sobre ella, pero no habría manifestado su victoria, como soberano, sobre la muerte física, ya que la personalidad humana está constituida de espíritu, alma y cuerpo, y un triunfo que hubiera alcanzado tan sólo a los dos primeros elementos, quedando fuera del cuerpo, habría sido parcial, de «dos terceras partes» por decirlo así, y no total.
    Pero aún hay más, porque aparte de la resurrección corporal, Cristo no habría podido ser en grado alguno  el vencedor de la muerte, puesto que esta no es la cesación de la existencia ni tampoco el aniquilamiento del ser, sino la disolución de la personalidad humana por la rotura de los lazos entre espíritu, alma y cuerpo. La conquista de la muerte ha de demostrarse pues en la restauración de esta unidad por el restablecimiento del enlace orgánico entre el espíritu, alma y cuerpo, cosa que sería imposible aparte de la reunión del cuerpo con el alma y el espíritu. No  podría haber ninguna clase del triunfo sobre la muerte ha sido vencida. Habríamos tenido que llegar a la conclusión lógica aun si no tuviéramos el testimonio que los cuatro evangelio nos dan en cuanto a la tumba vacía del Señor (1 Co. 15.54-57; Mt. 28; Mr. 16; Lc. 24; Jn. 20).


LA RESURRECCION CORPORAL DEL SEÑOR ES LA BASE DE LA FE DE LOS REDIMIDOS

    «La fe viene por el oír, y el oír por la palabra de Dios» dice Pablo en Romanos 10.14-17, con obvia referencia a la fe de los creyentes en el primer período de la historia de la Iglesia. El individuo sólo puede creer gracias al testimonio de quienes creían antes que él, y esta cadena no tendría existencia alguna parte de la fe de la primera generación de creyentes (Ef. 2.20). Pero los testigos escogidos por el Señor perdieron su fe al ver la muerte de Cristo en la cruz (Jn. 20.19, 25; Lc. 24.21, 22; Mr. 16.14) y no pudo restablecerse su confianza aparte de las evidencias de la resurrección corporal del Señor a través de las manifestaciones del Resucitado (Jn. 20.8, 20; 1 Pe. 1.21). Sin la resurrección corporal de Cristo ningún hombre razonable habría creído jamás en el Crucificado porque su fin habría constituido la negación de sus propias predicciones anteriores que señalaban su resurrección y su triunfo (Mt. 16.21; 17.23; 20.19; cp. Mt. 12.40 y Jn. 2.19).
    La resurrección del Señor viene a ser, pues, el sello por el cual el Padre garantiza la persona y la obra del Cristo, quien, por este hecho, se demuestra ser el Profeta y el Hijo de Dios (Hch. 2.23; Ro. 1.4).

La resurrección del Señor como sello
    — Es el sello del testimonio de los profetas que predijeron el hecho (Sal. 16.10; Os. 6.2; Is. 53.8-10; cp. «la señal de Jonás» en Mt. 12.39).
    — Es el sello sobre el testimonio que Jesús dio en cuanto a sí mismo (Mt. 16.21; Jn. 2.19-22).
    — Es el sello sobre el testimonio de los apóstoles (1 Co. 15.15).
    — Es el sello que garantiza que Jesús es el Hijo de Dios (Ro. 1.4; Hch. 13.33).
    — Es el sello que afirma que Jesús es Rey (Hch. 13.34)
    — Es el sello que refrenda la plena autoridad de Jesús como Juez universal (Hch. 17.31).
    — Es el sello que garantiza la resurrección y la gloria del creyente (1 Ts. 4.14).
    Tengamos en cuenta que la resurrección del Señor es el hecho más firme y mejor atestiguado de toda la historia de la salvación. Leamos el capítulo 15 de 1 Corintios —carta reconocida como genuinamente paulina aun por los críticos más radicales— y veremos que Pablo pudo apelar al testimonio de centenares de testigos oculares que aún vivían cuando El presentaba el hecho delante de sus lectores, siendo algunos de estos opuestos a la doctrina, y por lo tanto, difíciles de convencer sin testimonios adecuados (1 Co. 15.6).

Las pruebas de la resurrección del Señor
    1. La prueba de la experiencia.  Los mismos cristianos de Corinto habían sido salvos por medio del mensaje que tenía por centro el Resucitado de entre los muertos (1 Co. 15.1, 2).
    2. La prueba escritural.  No sólo había muerto Cristo, sino también había sido levantado «según las Escrituras» (1 Co. 15.3-4).
    3. La prueba testificativa.  Más de 500 personas, en circunstancias que se presentaban muy poco a ilusiones, le habían visto personalmente después de su resurrección (1 Co. 15.5-12).
    4. La prueba de la lógica de la salvación.  Pablo declara a los corintios: «Y si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también vuestra fe, y aquellos que durmieron en Cristo está perdidos y los más miserables somos de todos los hombres» (1 Co. 15.13-19). La cruz y la resurrección están íntimamente unidas, pues el Crucificado muere para volver a tomar su vida, mientras que el Resucitado se presenta eternamente como el Crucificado (Jn. 10.17; 1 Co. 2.2; Ap. 5.6). Según 1 Corintios 2.2 Pablo predicaba a Cristo como Crucificado, donde el participio pasado en el griego expresa la permanencia del estado indicado. Es decir, Cristo, el Resucitado, se ve para siempre en su relación con la cruz. Análogamente Tomás Dídimo contempla al Resucitado con las heridas del Calvario en su cuerpo y Juan recibe la visión del Señor como el «Cordero inmolado» (Jn. 20.27; Ap. 5.6).
    Los inspirados autores del Nuevo Testamento siempre hablan de los benditos resultados de la obra de la redención en relación con el doble hecho de la muerte y la resurrección del Señor según los aspectos que notamos a continuación.

La muerte y la resurrección de Cristo conjuntamente son la base de:
    — La reconciliación con Dios de aquellos que antes eran enemigos (Ro. 5.10).
    — La liberación del dominio del pecado en la vida del creyente (Ro. 6.10, 11).
    — El señorío de Cristo (Ro. 14.9).
    — La obra intercesora de Cristo a la diestra del Padre (Ro. 8.34).
    — La unión venidera del Señor con los suyos (1 Ts. 4.14ss).
    — Una manifestación especial del amor de su Padre celestial para con el Hijo (Jn. 10.17).


LA RESURRECCION DE CRISTO ES LA BASE DE LA NUEVA DE LOS CREYENTES

    La ofrenda por el pecado que Cristo realizó no puede beneficiar al pecado culpable sino por su fe en aquel que cumple el simbolismo de la serpiente de metal «levantada», o sea, en el Cordero de Dios que lleva y quita el pecado del mundo (Jn. 3.4; 1.29). Pero tal fe sería imposible aparte de la resurrección, siendo esta el triunfo que manifiesta públicamente la victoria del Gólgota. Por eso dice el apóstol Pablo: «Si confesares con tu boca a Jesús como Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo»  (Ro. 10.9).
    La salvación que se consiguió a nuestro favor en la cruz sólo puede ponerse a nuestra disposición por medio del Mediador levantado y exaltado, y sólo a través del Cordero manifestado en gloria se abren las puertas de la gracia para todos. Dios pudo enviar el Espíritu de su Hijo a nuestros corazones solamente porque habíamos recibido el perdón de los pecados por la fe, siendo hechos justos gracias al juicio que nuestro sustituto agotó por nosotros en la cruz (Gá. 4.6). La muerte expiatoria del Hijo de Dios es la base de la recepción del Espíritu, y de nuestra reconciliación con Dios. A su vez la presencia del Divino Residente produce bendito fruto en nuestra unión orgánica con Cristo, que es la comunión de los redimidos en la muerte y la vida de resurrección del Salvador, quienes, según el simbolismo surge del tipo del Antiguo Testamento por el cual los sacerdotes y adoradores comían ciertas partes de los sacrificios. Podemos resumir todo lo que antecede con decir que el Cristo que se ofreció por nosotros llega a ser «Cristo en nosotros la esperanza de la gloria» (Ro. 6.5; Gá. 2.19, 20; Col. 3.3; Jn. 6.32-35; 6.48-58; Lv. 7.32-34; 1 Co. 5.7; 10.16; He. 13.10; Col.1.27).
    Es evidente que la doctrina bíblica de la sustitución encierra más que un mero proceso intelectual de «sumar y restar», o de abonar en cuenta méritos o culpabilidad, revelándose más bien como un principio completamente nuevo de unión orgánica vital, en la que hay una intercompenetración de la vida de resurrección de su Señor, divina y persona, con la del creyente.
    Cristo sólo puede otorgar los dones en sí mismo, y de esta manera llega a ser realmente el Dador (2 Co. 9.15). Así no sólo prepara y señala el camino, sino que El es el Camino en su persona, y no sólo es el Propiciador, sino la misma sustancia de la propiciación, de la manera en que, siendo Redentor nos ha sido hecho redención (Jn. 14.6; 1 Jn. 2.2; 4.10; 1 Co. 1.30). En todos los casos la mención del aspecto abstracto e impersonal de una faceta de la obra de salvación nos lleva invariablemente a la persona quien encarna todos estos aspectos en sí mismo. La fe en Cristo, por lo tanto, no es un mero asentimiento intelectual, sino una confianza absoluta y total que nos une personalmente con el Salvador, y al mismo tiempo nos introduce a la intimidad de la comunión con El, como indica la frase griega pisteuein eis  en Hechos 10.43; Filipenses 1.29; 1 Pedro 1.8, etcétera.
    Para Pablo —juntamente con todos los redimidos— la frase «en Cristo» ha llegado a ser el lema que describe el origen y la esencia de su experiencia de la salvación. Pablo emplea esta frase 164 veces, explayándose sobre diferentes y característicos aspectos de este bendito secreto vivificador en todas las epístolas suyas.
    — En Romanos presenta la justificación  en Cristo.
    — En Corintios presenta la santificación  en Cristo.
    — En Gálatas presenta la libertad  en Cristo.
    — En Efesios presenta nuestra unión  en Cristo.
    — En Filipenses presenta el gozo  en Cristo.
    — En Colosenses presenta la plenitud de Dios  en Cristo.
    — En Tesalonicenses presenta la glorificación  en Cristo.
    Es necesario tener muy en cuenta que el sacrificio propiciatorio de Cristo sólo puede beneficiar al pecador culpable, dejando incólume la justicia de Dios, si se halla unido con el Redentor Santo por medio del nuevo nacimiento. Pero esta unión orgánica sólo puede existir en el conjunto de Cabeza y miembros que tienen la misma naturaleza, y eso implica que Cristo permanecerá siempre como hombre, ya que sólo así puede ser la Cabeza de un organismo humano (He. 2.14-17).
    Recordemos que el cuerpo forma parte de la naturaleza intrínseca del hombre, siendo necesario en el concepto básico de la humanidad, así que no hemos de considerarlo como la cárcel del alma a la manera de Platón, Aristóteles y Orígenes. En contraste con esto, Pablo considera que el alma del hombre sin el cuerpo se halla desnuda (2 Co. 5.3). Deducimos, pues, que si Cristo ha de retener su humanidad, es necesario también que retenga su cuerpo humanos, pues sin la resurrección corporal habría salido, por decirlo así, del orden humano, no pudiendo consumar la obra de la redención que inició al encarnarse (He. 2.14).
    La resurrección corporal significa que el Redentor había vuelto a tomar la plenitud de la naturaleza humana, inmortalizándola, transfigurándola y glorificándola en su propia persona, llegando a ser el «postrer Adán» y el «segundo hombre del cielo». Como tal, y exaltado a la diestra de Dios, es el principio creador y la Cabeza orgánica de la humanidad redimida y espiritual (Ro. 5.12-21; 1 Co. 15.25-47; Hch. 1.11; Dn. 7.13; Ap. 1.13; Flp. 3.21; Ef. 1.22).
    Reconocemos que estas verdades sobrepasan nuestra plena comprensión, y nos es difícil formar una idea de cómo el Redentor, aun después de su exaltación a la gloria, puede permanecer como hombre, manifestándose en la forma de un cuerpo transfigurado. Recordamos su promesa de estar con los suyos «todos los días», y sobre todo el hecho de su naturaleza esencial como segunda persona de la Deidad, y nuestro pobre pensamiento no puede abarcar el misterio de estas diversas relaciones y manifestaciones. Pero en todo ello nos asomamos al abismo de lo eterno, y hemos de emplear los términos bíblicos de los material y de lo corporal, pero comprendemos bien que cuando se refieren a la esfera eterna a donde Cristo ha pasado, se revisten de un significado especial más allá de nuestra comprensión actual.
    Lo importante es que las Sagradas Escrituras enseñan claramente esta eterna humanidad del Redentor, y es este mismo hecho que garantiza la consumación y la permanencia de su obra, su victoria sobre la muerte ha de abarcar necesariamente la continuidad eterna de su humanidad, puesto que sólo como el «primogénito entre muchos hermanos» puede ser «causa de eterna salvación» (Ro. 8.29; He. 2.10; 5.9; 6.20; Col. 1.10ss). Es únicamente por este medio que el individuo puede ser renovado, y que los redimidos pueden tener su existencia «en Cristo», habiendo sido engendrados para una «esperanza viva» y unidos a la Iglesia como miembros (1 Pe. 1.3; Ef. 4.15, 16). En virtud del gran hecho que consideramos, los salvos pueden experimentar aun ahora la «potencia de su resurrección» y andar en novedad de vida como resucitados con El, ya que les ha sido dada «vida juntamente con Cristo» y pueden servirle como Dios vivo con eficacia vital (Flp. 3.10; Ro. 6.5-11; Ef. 2.5; He. 9.14; Ro. 7.4-6).
    Hemos de distinguir dos aspectos de la resurrección del Crucificado. En primer término, se señala la obra del Padre quien le levantó de entre los muertos a su hijo, sellando la obra y aprobando su persona después de la consumación de la obra de la redención. La expresión típica de este aspecto se halla en Romanos 6.4: «Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre» (véase también Hch. 2.32). Pero además de esta obra del Padre y como elemento indispensable del misterio, se señala la obra como la del Hijo mismo en el ejercicio de su propia voluntad y poder según su declaración en Juan 10.17, 18: «Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar… Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar» (véase también Jn. 2.19).


LA RESURRECCION DE CRISTO ES LA BASE DE LA TRANSFORMACION DEL MUNDO

    Del hecho central de la resurrección se extienden olas de bendición en círculos progresivos, garantizando en cuanto a:
    — La vida del individuo, que llegue este a la resurrección del cuerpo.
    — La historia de la tierra, que aparezca el reino de gloria.
    — La esfera del universo, que sea transfigurada en una nueva creación.

La resurrección del cuerpo
    La resurrección de los cuerpos de los creyentes será posible solamente por el hecho de la resurrección del Señor Jesús que era la transformación de su humanidad, llegando El a ser «las primicias de los que duermen» (1 Co. 15.20, 23; Col. 1.18). Que el camino está expedito par la resurrección de los redimidos se indicó por el levantamiento de muchos de los santos del antiguo régimen cuando El resucitó (Mt. 27.52, 53). Esta resurrección de «las primicias» es la base de otra resurrección, y así su triunfo sobre la muerte garantiza la nuestra, y su cuerpo de gloria es el patrón y muestra de lo que serán nuestros cuerpos futuros (Jn. 5.26-29; Ro. 8.11; 1 Ts. 4.14; Flp. 3.21; 1 Co. 15.49).
    Aun la resurrección de juicio se efectuará por medio del Hijo, por el hecho mismo de ser el Hijo del Hombre, de modo que toda  resurrección, tanto de los creyentes como de los incrédulos, queda garantizada por la resurrección del postrer Adán, según la declaración del 1 Corintios 15.21, 22: «Porque por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos. Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados» (cp. Jn. 5.26-29).

El reino milenial
    Este reino se ha de fundar sólida y exclusivamente en el hecho de la resurrección del Señor Jesús puesto que la promesa que Dios dio a David garantizó un reino humano transfigurado y eterno (2 Sa. 7.13). Para que ello sea posible, se requiere un Rey humano y eterno, quien en efecto será el Hijo del Hombre manifestado en las nubes del cielo (Dn. 7.13; Mt. 26.64; Ap. 1.13). En principio el cumplimiento de la profecía del reino dado a David se halla en la permanencia de la humanidad de Cristo en resurrección, que es el fundamento de la «regeneración» del mundo mesiánico, de modo que la inauguración del reino que se producirá a la segunda venida de Cristo no será más que la manifestación histórica del cumplimiento en principio que se realizó en la primera venida (Mt. 19.28).
    En vista de esta verdad Pablo pudo decir a los judíos: «Y en cuanto a que le levantó (a Jesús) de los muertos para nunca más volver a corrupción, lo dijo así: Os daré las misericordias fieles de David» (Hch. 13.34; cp. Is. 55.3; Hch. 2.30, 31). Según múltiples profecías las energías vitales del Resucitado han de llenar toda la tierra, y el reino visible del Mesías significará la regeneración y una vida transformada para toda la creación terrenal. Entonces ser verá la resurrección espiritual de Israel, la regeneración espiritual de las naciones, la eliminación del poder destructivo de las fieras y un aumento de las energías vitales y de la longevidad de los hombre (Ez. 37.1-4; Sal. 87.4-6; Is. 25.7, 8; 19.21-25; 41.18; 55.12, 13; 11.6, 7; 65.20, 22).

Cielos nuevos y tierra nueva
    Aun el reino milenial no es más que la introducción y preludio de la meta final: nuevos cielos y una tierra nueva (Ap. 21.1; cp. 20.11-15). La nueva creación traerá la transfiguración, no sólo del alma y del espíritu, sino también de la materia y de la naturaleza, de la forma en que, en la Jerusalén celestial, el oro será «transparente como cristal». La meta que dios propone para sus criaturas no es un estado simplemente espiritual sino una creación en que el espíritu será manifestado en formas adecuadas a su naturaleza (Ap. 21.18-21).
    Pero la base creadora de la nueva creación es también la resurrección del heredero de todas las cosas, y en su cuerpo de resurrección la materia fue transfigurada por primera vez: hecho en la historia que garantiza la realidad futura (Jn. 20.27; cp. Lc. 24.39-43). En este aspecto también vemos que Cristo es «las primicias», y desde el momento de su triunfo sobre la muerte, toda transfiguración del cielo y de la tierra descansa sobre la resurrección del cuerpo del Redentor. Después del juicio del gran trono blanco la actividad vital del Resucitado será desplegada por todo el universo, y se manifestará el significado más amplio de la resurrección según se resume en la declaración profética: «He aquí, yo crearé nuevos cielos y nueva tierra» (Is. 65.17; 2 Pe. 3.13).

(usando algunos parrafos del Libro de Erich Sauer)*

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